martes, 17 de septiembre de 2019

Oración a San Francisco

De la Vida I de Celano:


Santísimo y bendito Padre: he aquí que he tratado de honrarte con justos y merecidos elogios, bien que insuficientes, y he narrado, como he podido, tus gestas. Concédeme por ello a mí, miserable, te siga en la presente vida con tal fidelidad, que, por la misericordia divina, merezca alcanzarte en la futura. Acuérdate, ¡oh piadoso!, de tus pobres hijos, a quienes después de ti, su único y singular consuelo, apenas si les queda alguno. Pues, aunque tú, la mejor parte de su herencia y la primera, te encuentres unido al coro de los ángeles y seas contado entre los apóstoles en el trono de la gloria, ellos, no obstante, yacen en el fango y están encerrados en cárcel oscura, desde donde claman a ti entre llantos: «Muestra, padre, a Jesucristo, Hijo del sumo Padre, sus sagradas llagas y presenta las señales de la cruz que tienes en tu costado, en tus pies y en tus manos, para que Él se digne, misericordioso, mostrar sus propias heridas al Padre, quien ciertamente por esto ha de mostrarse siempre propicio con nosotros, pobres pecadores. Amén. Así sea. Así sea»

Impresión de las llagas en NSP San Francisco

Impresión de las llagas

CONSIDERACIONES SOBRE LAS LLAGAS (1)
En esta parte vamos a tratar con devota consideración sobre las gloriosas llagas de nuestro bienaventurado padre messer San Francisco que él recibió de Cristo en el santo monte Alverna. Y ya que dichas llagas fueron cinco, como fueron cinco las llagas de Cristo, este tratado contendrá cinco consideraciones.
La primera será sobre el modo como San Francisco llegó al monte Alverna.
La segunda será sobre la vida que llevó y la manera como se condujo, juntamente con sus compañeros, sobre dicho monte.
La tercera será sobre la aparición del serafín y la impresión de las llagas.
La cuarta será cómo San Francisco, después que recibió las llagas, bajó del monte Alverna y volvió a Santa María de los Ángeles.
La quinta será sobre algunas apariciones y revelaciones divinas, hechas después de la muerte de San Francisco a algunos santos hermanos y a otras personas devotas, sobre las gloriosas llagas.

CONSIDERACIÓN I
Cómo messer Orlando de Chiusi
donó el monte Alverna a san Francisco
En cuanto a la primera consideración, conviene saber que San Francisco, a la edad de cuarenta y tres años, en 1224 (2), inspirado por Dios, se puso en camino desde el valle de Espoleto en dirección a la Romaña, llevando al hermano León por compañero. Siguiendo esta ruta, pasó al pie del castillo de Montefeltro, donde a la sazón se estaba celebrando un gran convite y cortejo con ocasión de ser armado caballero uno de los condes de Montefeltro. Al enterarse San Francisco de que había allí tal fiesta y de que se habían reunido muchos nobles de diversos países, dijo al hermano León:
-- Subamos a esta fiesta; puede ser que, con la ayuda de Dios, hagamos algún fruto espiritual.
Había, entre otros nobles llegados para el cortejo, un grande y rico gentilhombre de Toscana, por nombre messer Orlando de Chiusi, en el Casentino (3), el cual, por las cosas admirables que había oído de la santidad y de los milagros de San Francisco, le profesaba gran devoción, y ardía en deseos de verle y de oírle predicar.
Llegó San Francisco al castillo, entró sin más y se fue a la plaza de armas, donde se hallaba reunida toda aquella multitud de nobles; lleno de fervor de espíritu, se subió a un poyo y se puso a predicar, proponiendo este tema en lengua vulgar:
Tanto è quel bene ch'io aspetto, che ogni pena m'é diletto (Es tanto el bien que espero, que toda pena es para mí un placer) (4).
Y sobre este tema, bajo el dictado del Espíritu Santo, predicó con tal devoción y profundidad, alegando las diversas penas y martirios de los santos apóstoles y mártires, las duras penitencias de los santos confesores y las muchas tribulaciones y tentaciones de las santas vírgenes y de los demás santos, que toda la gente estaba con los ojos y con la mente fijos en él, escuchándole como si hablase un ángel de Dios. Y dicho messer Orlando, tocado por Dios en el corazón por la admirable predicación de San Francisco, tomó la resolución de ir, después del sermón, a tratar con él de los asuntos de su alma.
Terminado, pues, el sermón, tomó aparte a San Francisco y le dijo:
-- Padre, yo quisiera tratar contigo sobre los asuntos de mi alma.
-- Me parece muy bien -le respondió San Francisco-; pero ahora vete y cumple esta mañana con los amigos que te han invitado a la fiesta, come con ellos, y después de la comida hablaremos todo lo que tú quieras (5).
Así, pues, fue messer Orlando a comer; terminada la comida, volvió a San Francisco, y trató y dispuso con él plenamente los asuntos de su alma. Al final dijo messer Orlando a San Francisco:
-- Tengo en Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte Alverna (6); es muy solitario y está poblado de bosque, muy apropiado para quien quisiera hacer penitencia en un lugar retirado de la gente o llevar vida solitaria. Si lo hallaras de tu agrado, de buen grado te lo donaría a ti y a tus compañeros por la salud de mi alma.
Al escuchar San Francisco tan generoso ofrecimiento de algo que él deseaba mucho, sintió grandísima alegría, y, alabando y dando gracias, ante todo, a Dios y después a messer Orlando, le habló en estos términos:
-- Messer, cuando estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros y les mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento.
Dicho esto, San Francisco se marchó, y, terminado su viaje, regresó a Santa María de los Ángeles. Por su parte, messer Orlando, terminados los festejos de aquel cortejo, volvió a aquel castillo suyo que se llama Chiusi y se halla a una milla del Alverna.
Vuelto, pues, San Francisco a Santa María de los Ángeles, envió a dos de sus hermanos al dicho messer Orlando; cuando hubieron llegado, fueron recibidos por él con grandísima alegría y caridad. Y, queriendo mostrarles el monte Alverna, los hizo acompañar de más de cincuenta hombres armados para que los defendieran de las fieras salvajes. Con tal compañía, los hermanos subieron al monte y lo exploraron atentamente; por fin llegaron a un paraje muy recogido y muy apto para la contemplación, con una explanada; éste fue el lugar que escogieron para morada de ellos y de San Francisco. Y entonces mismo, con la ayuda de aquellos hombres armados que les acompañaban, levantaron un cobertizo de ramas de árboles. Así aceptaron y tomaron posesión, en nombre de Dios, del monte Alverna y del lugar de los hermanos en este monte (7)Después partieron y regresaron donde San Francisco.
Llegado que hubieron a él, le refirieron cómo y en qué manera habían tomado posesión del lugar en el monte Alverna, muy apropiado para la oración y la contemplación. Al oír San Francisco estas nuevas, se alegró mucho, y, alabando y dando gracias a Dios, habló a estos hermanos con rostro alegre, diciéndoles:
-- Hijos míos, se acerca nuestra cuaresma de San Miguel Arcángel (8), y yo creo firmemente que es voluntad de Dios que hagamos esta cuaresma en el monte Alverna, que nos ha sido preparado, por providencia divina, para que, a honra y gloria de Dios, de la gloriosa Virgen María y de los santos ángeles, merezcamos de Cristo consagrar aquel monte bendito con la penitencia.
Dicho esto, San Francisco tomó consigo al hermano Maseo de Marignano de Asís, que era hombre de gran discreción y de gran elocuencia; al hermano Ángel Tancredi de Rieti, que era muy cortés y había sido caballero en el siglo (9), y al hermano León, hombre de gran sencillez y candor, por lo que San Francisco lo amaba mucho y le tenía al tanto de casi todos sus secretos. Con estos tres hermanos se puso San Francisco en oración; terminada ésta, encomendándose a sí mismo y a sus compañeros a las oraciones de los hermanos que se quedaban, se puso en camino con los tres, en nombre de Jesucristo crucificado, hacia el monte Alverna.
Luego de ponerse en marcha, llamó San Francisco a uno de los tres compañeros, que fue el hermano Maseo, y le dijo:
-- Tú, hermano Maseo, serás nuestro guardián y nuestro superior en este viaje mientras caminemos y estemos juntos, y observaremos nuestra costumbre de rezar el oficio, hablar de Dios y guardar silencio a las horas señaladas, y no andaremos pensando ni qué comeremos ni dónde dormiremos, sino que, cuando llegue la hora de alojarnos, pediremos de limosna un poco de pan y nos quedaremos a reposar en el lugar que Dios nos depare.

Los tres compañeros inclinaron la cabeza y, haciendo la señal de la cruz, reanudaron la marcha. La primera noche llegaron a un eremitorio de los hermanos y allí se hospedaron (10). La segunda noche, debido al mal tiempo y al cansancio, no pudieron llegar a ningún lugar de hermanos ni a ningún castillo ni pueblo, y, al echárseles la noche con mal tiempo, fueron a guarecerse en una iglesia abandonada y deshabitada, donde se echaron a descansar (11). Mientras dormían los compañeros, San Francisco se puso en oración, y como continuaba orando, de pronto, en la primera vigilia de la noche, vino con mucho estrépito y alboroto una gran muchedumbre de demonios ferocísimos, que desataron contra él recia batalla molestándole rudamente: uno le cogía de aquí, otro de allá; éste lo tiraba al suelo, el otro lo lanzaba en alto; quién le amenazaba con una cosa, quién le reprochaba de otra. Y así, se ingeniaban de diversas maneras para estorbarle en su oración, pero sin lograrlo, porque Dios estaba con él. Después de aguantar durante largo tiempo estos ataques de los demonios, San Francisco comenzó a gritar en alta voz:
-- Espíritus condenados, vosotros nada podéis fuera de aquello que os permite la mano de Dios. Por eso, de parte de Dios todopoderoso, os digo que podéis hacer de mi cuerpo todo lo que os es permitido por Dios; yo lo soportaré de buen grado, porque no tengo peor enemigo que mi cuerpo; si vosotros, pues, me ayudáis a tomar venganza de mi enemigo, me hacéis un servicio muy grande (12).

Entonces, los demonios lo agarraron con gran ímpetu y furia y comenzaron a arrastrarlo por la iglesia y a molestarle y atormentarle con mayor saña. San Francisco se puso a gritar, y decía:
-- Señor mío Jesucristo, te doy gracias por todo el amor y la caridad de que me haces objeto; ya que es señal de grande amor cuando el Señor castiga bien en este mundo a su siervo por todas sus faltas, para no tener que castigarle en el otro. Yo estoy dispuesto a soportar alegremente todas las penas y adversidades que tú, mi Dios, me quieras mandar por causa de mis pecados.
Los demonios por fin, confundidos y vencidos por su constancia y paciencia, se marcharon; y San Francisco, lleno de fervor de espíritu, salió de la iglesia y se internó en un bosque próximo; allí se puso en oración, y, entre súplicas, y lágrimas, y golpes de pecho, trataba de hallar a Jesús, el esposo y el amado de su alma. Y cuando finalmente lo halló en el secreto de su alma, ora le hablaba respetuosamente como a su Señor, ora le respondía como a su Juez; ya le suplicaba como a Padre, ya conversaba con Él como con un amigo (13).
En aquella noche y en aquel bosque, los compañeros, que estaban despiertos escuchando y observando lo que hacía, le vieron y oyeron suplicar devotamente, entre lágrimas y lamentos, a la divina misericordia por los pecadores. Le vieron, asimismo, y le oyeron llorar en alta voz la pasión de Cristo, como si la estuviera presenciando corporalmente. En esa misma noche le vieron orar, con los brazos cruzados ante el pecho, suspendido y elevado del suelo por largo tiempo y rodeado de una nube resplandeciente. Y así, en estos santos ejercicios, pasó toda aquella noche sin dormir.
A la mañana siguiente, viendo los compañeros que, por la fatiga de la noche y la falta de sueño, San Francisco se encontraba demasiado débil del cuerpo y que a duras penas podría caminar a pie, fueron en busca de un campesino pobre de la comarca y le pidieron, por amor de Dios, les prestara su jumento para el hermano Francisco, su padre, que no podía caminar a pie. Al oír él mencionar al hermano Francisco, les preguntó:
-- ¿Sois vosotros de los hermanos de ese Francisco de Asís de quien se oye hablar tanto y bien?
Los hermanos le respondieron que sí y que para él venían a pedirle el asno. Entonces, el buen hombre, con gran devoción y solicitud, aparejó el asno, lo condujo a San Francisco y con mucha reverencia le hizo montarse en él. Y prosiguieron el camino; el campesino iba con ellos detrás del asno. Cuando llevaban andado un buen trecho, dijo el labriego a San Francisco:

-- Dime: ¿eres tú el hermano Francisco de Asís?
San Francisco le respondió afirmativamente.
-- Pues cuida mucho -añadió el labriego- de ser tan bueno como la gente cree que eres, ya que son muchos los que han puesto su esperanza en ti. Te recomiendo, por tanto, que en ti no haya nada que contradiga lo que la gente espera.
Al oír estas palabras, San Francisco no llevó a mal el verse amonestado por un labriego, y no dijo en su interior: «¡Qué bestia es este hombre que me amonesta!», como dirían hoy tantos soberbios que visten hábito; sino que al punto se apeó del asno, cayó de rodillas ante el labriego y le besó los pies, agradeciéndole con humildad, porque había tenido a bien amonestarle tan caritativamente (14). El aldeano y los compañeros de San Francisco lo levantaron con gran devoción y lo volvieron a colocar sobre el asno. Y prosiguieron el viaje.
Cuando habían llegado, más o menos, a la mitad de la cuesta del monte, como hacía mucho calor y la subida era fatigosa, el labriego sintió grandísima sed, y, no pudiendo más, comenzó a gritar detrás de San Francisco:
-- ¡Ay de mí, me muero de sed! Si no hay algo que beber, voy a dejar aquí el alma.
San Francisco se apeó del asno y se puso en oración; y estuvo de rodillas con las manos alzadas al cielo hasta que supo por revelación que Dios le había escuchado. Entonces dijo al labriego:
-- Corre, ve en seguida a aquella peña, y allí encontrarás agua fresca, que Cristo, en su misericordia, ha hecho brotar en este momento.
Corrió él al lugar indicado por San Francisco, y halló una fuente riquísima que manaba de la dura roca por la virtud de la oración de San Francisco; bebió con gana y se sintió reanimado. Y se vio claro que aquella agua había brotado milagrosamente por los ruegos de San Francisco, ya que ni antes ni después se vio jamás fuente alguna en aquel lugar, ni señal de agua en todo el contorno (15). Después de esto, San Francisco con sus compañeros y el labriego dieron gracias a Dios por el milagro tan manifiesto; y luego continuaron el camino.
Estando ya próximos al pie del macizo propiamente dicho del Alverna, quiso San Francisco descansar un poco a la sombra de una encina que estaba, y está todavía, en el camino (16). Desde allí se puso San Francisco a observar el paisaje y la disposición del lugar, y en esto se vio venir una gran multitud de pájaros de todas clases, que con sus trinos y batir de alas manifestaban todos gran fiesta y alegría; rodearon a San Francisco, y unos se posaron sobre su cabeza; otros, sobre los hombros; otros, en los brazos; otros, en el regazo, y otros, en el suelo junto a los pies. Al ver esto, sus compañeros y el labriego estaban sorprendidos, y San Francisco, rebosante de alegría espiritual, dijo:
-- Yo creo que a nuestro Señor Jesucristo le agrada que moremos en este monte solitario, ya que tanta alegría muestran por nuestra llegada nuestros hermanos los pájaros (17).
Dichas estas palabras, se levantó y reanudaron el camino. Finalmente llegaron al lugar del que antes habían tomado posesión los hermanos.
En alabanza de Dios y de su santísimo nombre. Amén.

CONSIDERACIÓN II
La permanencia de San Francisco con sus compañeros
en el monte Alverna
La segunda consideración se refiere a la permanencia de San Francisco con sus compañeros en dicho monte.
Por lo que hace a ella, es de saber que, al tener noticia messer Orlando que San Francisco había subido con tres compañeros para morar en el monte Alverna, se alegró muchísimo, y al día siguiente salió de su castillo con muchos otros y fue a visitarle, llevando pan y otros alimentos para él y para sus compañeros. Al llegar arriba, los halló en oración, y, acercándose, les saludó. San Francisco se levantó y recibió con gran caridad y alegría a messer Orlando y sus acompañantes. Luego se pusieron a conversar juntos; y, cuando hubieron hablado un rato, San Francisco le dio las gracias por la donación de un monte tan recogido y por su venida, y le rogó que le hiciese preparar una celdita pobre al pie de un haya muy hermosa que estaba a la distancia de un tiro de piedra del lugar de los hermanos, porque aquel sitio le parecía muy retirado y muy apto para la oración. Messer Orlando se la hizo preparar al punto (18).
Hecho esto, como la noche se venía encima y era tiempo de partir, San Francisco les hizo una breve plática antes que se fueran; luego, cuando hubo terminado de hablarles y les hubo dado la bendición, en el momento de partir, messer Orlando llamó aparte a San Francisco y a sus compañeros y les dijo:
-- Hermanos míos muy amados, no es mi intención que en este monte agreste tengáis que pasar necesidad alguna corporal, con menoscabo de la atención que debéis poner a las cosas espirituales. Quiero, pues, y os lo digo una vez por todas, que enviéis confiadamente a mi casa para todo lo que necesitéis; y, si no lo hacéis así, lo llevaré muy a mal.
Dicho esto, partió con todo su acompañamiento y se volvió a su castillo.
Entonces, San Francisco hizo sentar a sus compañeros y les dio instrucciones sobre el estilo de vida que habían de llevar ellos y cuantos quisieran morar religiosamente en los eremitorios (19). Entre otras cosas, les inculcó de manera especial la guarda de la santa pobreza, diciéndoles:
-- No toméis tan en consideración el caritativo ofrecimiento de messer Orlando, que ofendáis en cosa alguna a nuestra señora madonna Pobreza. Tened por cierto que cuanto más huyamos nosotros de la pobreza, tanto más huirá de nosotros el mundo y más necesidad padeceremos; pero, si permanecemos bien estrechamente abrazados a la santa pobreza, el mundo correrá en pos de nosotros y nos alimentará con abundancia. Dios nos ha llamado a esta santa Orden para la salud del mundo, y ha establecido este pacto entre nosotros y el mundo: que nosotros demos al mundo el buen ejemplo y que el mundo nos provea de cuanto necesitamos (20). Perseveremos, pues, en la santa pobreza, ya que ella es camino de la perfección, prenda y arras de las riquezas eternas.
Y, después de muchas, bellas y devotas palabras e instrucciones sobre esta materia, concluyó:
-- Este es el modo de vivir que he determinado para mí y para vosotros. Y, puesto que me voy acercando a la muerte, es mi intención estar a solas y recogido en Dios, llorando ante Él mis pecados. El hermano León, cuando le parezca bien, me traerá un poco de pan y un poco de agua; y por ningún motivo habéis de permitir que se acerque ningún seglar, sino que vosotros responderéis de mi parte.
Dichas estas palabras, les dio la bendición y se fue a la celda del haya; y sus compañeros se quedaron en el eremitorio con el firme propósito de poner en práctica las instrucciones de San Francisco.
Al cabo de unos días, estaba San Francisco junto a dicha celda y observaba la disposición del monte, extrañado de las grandes hendiduras y grietas de aquellos enormes peñascos; se puso en oración, y durante ella le fue revelado por Dios que aquellas hendiduras tan sorprendentes se habían producido milagrosamente en el momento de la pasión de Cristo, cuando, como dice el evangelista (Mt 27,51), se resquebrajaron las piedras. Y Dios quiso que esto quedase singularmente testimoniado en aquel monte Alverna para significar que en él se había de renovar la pasión de Jesucristo: en su alma, por el amor y la compasión, y en su cuerpo, por la impresión de las llagas.
Recibida esta revelación, San Francisco fue a encerrarse en seguida en su celda, y, recogido todo en sí mismo, se dispuso a penetrar el misterio que encerraba. Desde entonces comenzó a gustar con más frecuencia la dulzura de la divina contemplación, y le hacía quedar tantas veces arrobado en Dios, que los compañeros le veían elevado corporalmente de la tierra y en éxtasis fuera de sí.
En estos arrobamientos contemplativos le eran reveladas por Dios no sólo las cosas presentes y futuras, sino también los secretos pensamientos y deseos de los hermanos, como lo pudo comprobar en sí mismo, en aquellos días, el hermano León su compañero.
Estaba el hermano León sosteniendo por parte del demonio una fortísima tentación, no carnal, sino espiritual, y le vino un gran deseo de tener algún pensamiento devoto escrito de mano de San Francisco, pensando que, si lo tuviera, aquella tentación desaparecería en todo o en parte. Andaba dando vueltas a este deseo; pero, por vergüenza y por respeto, no se atrevía a decírselo a San Francisco; pero si el hermano León no se lo dijo, se lo reveló el Espíritu Santo. San Francisco, en efecto, lo llamó a sí, le hizo traer un tintero, pluma y papel, y con su propia mano escribió una laude de Cristo, conforme al deseo del hermano, y al final trazó el signo de la tau. Después se lo dio, diciendo:
-- Toma, amadísimo hermano León, este papel y guárdalo cuidadosamente hasta tu muerte. Dios te bendiga y te guarde de toda tentación. No te desanimes por tener tentaciones, porque cuanto más combatido eres de las tentaciones, yo te tengo por más siervo y amigo de Dios y más te amo yo. Te aseguro que nadie debe considerarse perfecto amigo de Dios mientras no haya pasado por muchas tentaciones y tribulaciones (21).
Recibió el hermano León el escrito con suma devoción y fe, y, volviendo al eremitorio, refirió con gran alegría a los compañeros la gracia tan grande que Dios le había concedido con recibir aquel escrito de mano de San Francisco. Se lo guardó y lo conservó cuidadosamente, y con él hicieron más tarde muchos milagros los hermanos.
Desde aquel momento, el hermano León comenzó a observar, con gran sencillez y buena intención, y espiar con atención la vida de San Francisco; y por su pureza mereció ver más de una vez a San Francisco arrobado en Dios y elevado del suelo; algunas veces, a una altura de tres brazas; a veces, hasta cuatro; a veces, hasta la copa del haya, y vez hubo que lo vio elevado en los aires a tanta altura y rodeado de tanto resplandor, que apenas podía divisarlo. Y ¿qué hacía en su sencillez el hermano León? Cuando San Francisco estaba elevado del suelo a tan poca altura que él podía alcanzarle, se acercaba sigilosamente, se abrazaba a sus pies y los besaba, mientras decía entre lágrimas:
-- Dios mío, ten misericordia de mí, pecador, y, por los méritos de este santo hombre, hazme hallar tu gracia.
Un día, entre otros, mientras estaba de esa forma bajo los pies de San Francisco, sin lograr tocarle, porque estaba muy elevado en los aires, vio bajar del cielo una cédula escrita en letras de oro y posarse sobre la cabeza de San Francisco; en la cédula estaban escritas estas palabras: La gracia de Dios está aquí. Y, cuando la hubo leído, vio cómo volvía al cielo.
Por el don de esta gracia de Dios que había en él, San Francisco no sólo era arrebatado en Dios por la intensidad de la contemplación extática, sino que a veces era confortado con visiones angélicas. Estaba un día absorto en el pensamiento de su muerte y de la suerte que correría su Orden cuando él ya no viviera, y decía:
-- Señor Dios, ¿qué será, después de mi muerte, de esta tu familia pobrecita, que en tu benignidad me has encomendado a mí, pecador? ¿Quién la sostendrá? ¿Quién la corregirá? ¿Quién te pedirá por ella?
Y, como seguía orando en estos términos, se le apareció un ángel enviado por Dios, que, animándolo, le dijo:
-- Yo te aseguro, de parte de Dios, que tu Orden durará hasta el día del juicio; y que no habrá nadie tan pecador que, si ama de corazón tu Orden, no halle ante Dios misericordia; y nadie que por malicia persiga tu Orden podrá alcanzar larga vida. Y, ademas, ningún hermano que se haga reo en la Orden de grandes pecados podrá perseverar por mucho tiempo en ella, si no enmienda su vida (22). Pero no te entristezcas cuando veas en tu Orden algunos hermanos que no son buenos, que no guardan la Regla como deben, y no pienses que por ello esta Orden va a ir para menos, porque siempre habrá muchos, muchos, que observarán a perfección la vida del Evangelio de Cristo y la pureza de la Regla; y éstos, inmediatamente después de la muerte corporal, irán a la vida eterna sin pasar absolutamente por el purgatorio. Algunos la observarán menos perfectamente, y éstos, antes de ir al paraíso, serán purificados en el purgatorio; pero la duración de la purificación la dejará Dios en tu mano. Mas de aquellos que no guardan absolutamente tu Regla, Dios dice que no te preocupes, porque Él no se preocupa por ellos (23).
Dichas estas palabras, el ángel desapareció, y San Francisco quedó del todo animado y consolado.
Al acercarse la fiesta de la Asunción de nuestra Señora, San Francisco se puso a buscar un lugar más solitario y más oculto donde poder más a solas pasar la cuaresma de San Miguel Arcángel, que daba comienzo en dicha fiesta de la Asunción. Llamó, pues, al hermano León y le dijo:
-- Ve y ponte a la puerta del oratorio del eremitorio de los hermanos, y, cuando yo te llame, vienes.
Fue el hermano León y se puso a la puerta; San Francisco se alejó un trecho y llamó fuerte. El hermano León, al oír que le llamaba, acudió a él, y San Francisco le dijo:
-- Hijo, busquemos otro lugar más oculto, donde tú no puedas oírme cuando yo te llame.
Buscaron, y vieron al lado meridional del monte un sitio oculto y muy a propósito para lo que él deseaba; pero no era posible pasar, porque estaba separado por una hendidura horrible y espantosa en la roca. Con mucho trabajo pudieron colocar un madero a manera de puente y pasaron al otro lado (24).

Entonces, San Francisco hizo llamar a los demás hermanos y les dijo cómo tenía intención de pasar la cuaresma de San Miguel en aquel lugar solitario. Les rogó que le preparasen una celdita, de modo que, aunque gritase, no pudiera ser oído por ellos. Preparada la celda, les dijo San Francisco:
-- Id a vuestro sitio y dejadme solo, porque es mi intención, con la ayuda de Dios, pasar esta cuaresma lejos de todo ruido y sin distracción alguna del espíritu. Ninguno de vosotros ha de venir aquí y no permitáis que se acerque ningún seglar. Pero tú, hermano León, vendrás una sola vez al día, trayendo un poco de pan y de agua, y otra vez por la noche, a la hora de los maitines. Entonces te acercarás silenciosamente y, cuando estés al extremo del puente, dirás: Domine, labia mea aperies (25). Si yo te respondo, pasas y vienes a la celda, y diremos juntos los maitines; si no te respondo, márchate en seguida.
Decía esto San Francisco porque algunas veces estaba tan arrobado en Dios, que no oía ni sentía nada con los sentidos del cuerpo. Dicho esto, les dio la bendición y ellos se volvieron al eremitorio.
Llegada, pues, la fiesta de la Asunción, comenzó San Francisco la santa cuaresma, macerando el cuerpo con grandísima abstinencia y rigor y confortando el espíritu con fervientes oraciones, vigilias y disciplinas. Con estos ejercicios fue creciendo de virtud en virtud y disponiendo su alma para recibir los divinos misterios y la divina iluminación, y su cuerpo para sostener las batallas crueles de los demonios, con los cuales con frecuencia tuvo que combatir en forma sensible.
Sucedió durante aquella cuaresma que, saliendo un día San Francisco de la celda en fervor de espíritu y yendo a ponerse en oración allí cerca, en la concavidad de una roca, situada a una gran altura sobre un horrible y espantoso precipicio, se presentó de pronto el demonio, acompañado de un fragor y estrépito enorme y con aspecto terrible, y le golpeó, empujándolo para hacerle caer en el precipicio. San Francisco, viendo que no tenía retirada posible y no pudiendo soportar la feroz catadura del demonio, se volvió rápidamente, pegándose a la peña con las manos, con la cara y con todo el cuerpo, mientras se encomendaba a Dios, buscando a tientas con las manos algo donde poder agarrarse. Pero Dios, que no permite nunca que sus siervos sean tentados más allá de sus posibilidades, hizo que en aquel momento la roca a la que se había arrimado cediera, tomando la forma del cuerpo y protegiéndolo; y, como si hubiera puesto las manos y la cara sobre una cera líquida, quedó impresa la huella de la cara y de las manos en la roca. Y así, con la ayuda de Dios, pudo librarse del demonio (26).
Pero lo que no pudo hacer entonces el demonio con San Francisco, echarlo por el precipicio abajo, lo hizo más tarde, mucho después de la muerte de San Francisco, con uno de sus queridos y devotos hermanos. Estaba este hermano colocando en aquel mismo lugar algunos troncos para que se pudiera pasar sin peligro, por devoción a San Francisco y al milagro que allí había tenido lugar; y un día que llevaba sobre la cabeza un grueso tronco para colocarlo, el demonio le empujó y le hizo caer al fondo del precipicio con el tronco en la cabeza. Pero Dios, que había librado y preservado a San Francisco de la caída, libró y preservó, por los méritos del Santo, al hermano, devoto suyo, de los peligros de la caída, ya que al caer se había encomendado con gran devoción en alta voz a San Francisco; éste se le apareció al punto, lo tomó y lo posó abajo, sobre las piedras, sin golpe ni lesión alguna. Los otros hermanos que oyeron el grito dado por él al caer, dándolo por muerto y despedazado por la caída de semejante altura sobre los picachos agudos, tomaron unas parihuelas, con gran dolor y lágrimas, y bajaron por la otra parte del monte para recoger el cuerpo despedazado y darle sepultura. Habían descendido ya la pendiente, cuando les salió al encuentro el hermano despeñado llevando en la cabeza el tronco con el que había caído, y venía cantando a voz en cuello el Te Deum, alabando y dando gracias a Dios y a San Francisco por el milagro hecho con un hermano suyo (27).
Continuó, pues, San Francisco, como se ha dicho, aquella cuaresma, y, aunque tenía que sostener muchos ataques del demonio, también recibía muchas consolaciones del Señor, no sólo por medio de visitas angélicas, sino también mediante las aves del bosque. Porque sucedió que, durante toda la cuaresma, un halcón que tenía el nido allí cerca, cada noche, un poco antes de los maitines, le despertaba graznando y batiendo las alas junto a su celda, y no se iba hasta que él se levantaba para rezar los maitines. Y, cuando San Francisco se hallaba más fatigado que de ordinario, o débil o enfermo, el halcón, como si fuera una persona discreta y comprensiva, le despertaba más tarde con sus graznidos. Este reloj causaba gran placer a San Francisco, tomando de la solicitud del halcón estímulo para sacudir toda pereza y para darse a la oración; además, de vez en cuando se entretenía con él familiarmente (28).
Finalmente, por lo que hace a esta segunda consideración, como San Francisco se hallaba muy debilitado en el cuerpo, así por su rigurosa abstinencia como por los ataques de los demonios, quiso reconfortar el cuerpo con el alimento espiritual del alma, y para ello comenzó a meditar en la gloria sin medida y en el gozo de los bienaventurados en la vida eterna; comenzó también a suplicar a Dios que le concediera la gracia de probar un poco de aquel gozo. Estando en tales pensamientos, de pronto se le apareció un ángel con grandísimo resplandor, con una viola en la mano izquierda y el arco en la derecha; San Francisco le miraba estupefacto, y, en esto, el ángel pasó una sola vez el arco por las cuerdas de la viola; y fue tal la suavidad de la melodía, que llenó de dulcedumbre el alma de San Francisco y le hizo desfallecer, hasta el punto que, como lo refirió después a sus compañeros, le parecía que, si el ángel hubiera continuado moviendo el arco hasta abajo, se le hubiera separado el alma del cuerpo no pudiendo soportar tanta dulzura (29).
CONSIDERACIÓN III
Aparición del serafín
e impresión de las llagas a San Francisco

En cuanto a la tercera consideración, que es la de la aparición del serafín y de la impresión de las llagas, se ha de considerar que, estando próxima la fiesta de la cruz de septiembre (1), fue una noche el hermano León, a la hora acostumbrada, para rezar los maitines con San Francisco. Lo mismo que otras veces, dijo desde el extremo de la pasarela: Domine, labia mea aperies, y San Francisco no respondió. El hermano León no se volvió atrás, como San Francisco se lo tenía ordenado, sino que, con buena y santa intención, pasó y entró suavemente en su celda; no encontrándolo, pensó que estaría en oración en algún lugar del bosque. Salió fuera, y fue buscando sigilosamente por el bosque a la luz de la luna. Por fin oyó la voz de San Francisco, y, acercándose, lo halló arrodillado, con el rostro y las manos levantadas hacia el cielo, mientras decía lleno de fervor de espíritu:
-- ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?
Y repetía siempre las mismas palabras, sin decir otra cosa. El hermano León, fuertemente sorprendido de lo que veía, levantó los ojos y miró hacia el cielo; y, mientras estaba mirando, vio bajar del cielo un haz de luz bellísima y deslumbrante, que vino a posarse sobre la cabeza de San Francisco; y oyó que de la llama luminosa salía una voz que hablaba con San Francisco; pero el hermano León no entendía lo que hablaba. Al ver esto, y reputándose indigno de estar tan cerca de aquel santo sitio donde tenía lugar la aparición y temiendo, por otra parte, ofender a San Francisco o estorbarle en su consolación si se daba cuenta, se fue retirando poco a poco sin hacer ruido, y desde lejos esperó hasta ver el final. Y, mirando con atención, vio cómo San Francisco extendía por tres veces las manos hacia la llama; finalmente, al cabo de un buen rato, vio cómo la llama volvía al cielo.
Marchóse entonces, seguro y alegre por lo que había visto, y se encaminó a su celda. Como iba descuidado, San Francisco oyó el ruido que producían sus pies en las hojas del suelo, y le mandó que le esperase y no se moviese. El hermano León obedeció y se estuvo quieto esperándole; tan sobrecogido de miedo, que, como él lo refirió después a los compañeros, en aquel momento hubiera preferido que lo tragara la tierra antes que esperar a San Francisco, por pensar que estaría incomodado contra él; porque ponía sumo cuidado en no ofender a tan buen padre, no fuera que, por su culpa, San Francisco le privase de su compañía. Cuando estuvo cerca San Francisco, le preguntó:
-- ¿Quién eres tú?
-- Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de pies a cabeza.
-- Y ¿por qué has venido aquí, hermano ovejuela? -prosiguió San Francisco-. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo.
El hermano León respondió:
-- Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?» y «¿Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?»
Cayendo entonces de rodillas el hermano León a los pies de San Francisco, se reconoció culpable de desobediencia contra la orden recibida y le pidió perdón con muchas lágrimas. Y en seguida le rogó devotamente que le explicara aquellas palabras que él había oído y le dijera las otras que no había entendido.
Entonces, San Francisco, en vista de que Dios había revelado o concedido al humilde hermano León, por su sencillez y candor, ver algunas cosas, condescendió en manifestarle y explicarle lo que pedía, y le habló así:
-- Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: «¿Quién soy yo», etc.?, la otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: «¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?» En aquella llama que viste estaba Dios, que me hablaba bajo aquella forma, como había hablado antiguamente a Moisés. Y, entre otras cosas que me dijo, me pidió que le ofreciese tres dones; yo le respondí: «Señor mío, yo soy todo tuyo. Tú sabes bien que no tengo otra cosa que el hábito, la cuerda y los calzones, y aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo que puedo, pues, ofrecer o dar a tu majestad?» Entonces Dios me dijo: «Busca en tu seno y ofréceme lo que encuentres». Busqué, y hallé una bola de oro, y se la ofrecí a Dios; hice lo mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces; y después me arrodillé tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me había dado alguna cosa que ofrecerle. En seguida se me dio a entender que aquellos tres dones significaban la santa obediencia, la altísima pobreza y la resplandeciente castidad, que Dios, por gracia suya, me ha concedido observar tan perfectamente, que nada me reprende la conciencia. Y así como tú me veías meter la mano en el seno y ofrecer a Dios estas tres virtudes, significadas por aquellas tres bolas de oro que me había puesto Dios en el seno, así me ha dado Dios tal virtud en el alma, que no ceso de alabarle y glorificarle con el corazón y con la boca por todos los bienes y todas las gracias que me ha concedido. Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios. Y ten buen cuidado de mí, porque, dentro de pocos días, Dios va a realizar cosas tan grandes y maravillosas sobre esta montaña, que todo el mundo se admirará; cosas nuevas que Él nunca ha hecho con creatura alguna en este mundo.
Dicho esto, se hizo traer el libro de los evangelios, pues Dios le había sugerido interiormente que, al abrir por tres veces el libro de los evangelios, le sería mostrado lo que Dios quería obrar en él. Traído el libro, San Francisco se postró en oración; cuando hubo orado, se hizo abrir tres veces el libro, por mano del hermano León, en el nombre de la Santísima Trinidad; y plugo a la divina voluntad que las tres veces se le pusiese delante la pasión de Cristo. Con ello se le dio a entender que como había seguido a Cristo en los actos de la vida, así le debía seguir y conformarse a él en las aflicciones y dolores de la pasión antes de dejar esta vida (2).
A partir de aquel momento comenzó San Francisco a gustar y sentir con mayor abundancia la dulzura de la divina contemplación y de las visitas divinas. Entre éstas tuvo una que fue como la preparación inmediata a la impresión de las llagas, y fue de este modo: El día que precede a la fiesta de la Cruz de septiembre, hallándose San Francisco en oración recogido en su celda, se le apareció el ángel de Dios y le dijo de parte de Dios:
-- Vengo a confortarte y a avisarte que te prepares y dispongas con humildad y paciencia para recibir lo que Dios quiera hacer en ti.
Respondió San Francisco:
-- Estoy preparado para soportar pacientemente todo lo que mi Señor quiera de mí.
Dicho esto, el ángel desapareció.
Llegó el día siguiente, o sea, el de la fiesta de la Cruz (3), y San Francisco muy de mañana, antes de amanecer, se postró en oración delante de la puerta de su celda, con el rostro vuelto hacia el oriente; y oraba de este modo:
-- Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores.
Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le sería concedido en breve experimentar dichas cosas.

Animado con esta promesa, comenzó San Francisco a contemplar con gran devoción la pasión de Cristo y su infinita caridad. Y crecía tanto en él el fervor de la devoción, que se transformaba totalmente en Jesús por el amor y por la compasión. Estando así inflamado en esta contemplación, aquella misma mañana vio bajar del cielo un serafín con seis alas de fuego resplandecientes. El serafín se acercó a San Francisco en raudo vuelo tan próximo, que él podía observarlo bien: vio claramente que presentaba la imagen de un hombre crucificado y que las alas estaban dispuestas de tal manera, que dos de ellas se extendían sobre la cabeza, dos se desplegaban para volar y las otras dos cubrían todo el cuerpo.
Ante tal visión, San Francisco quedó fuertemente turbado, al mismo tiempo que lleno de alegría, mezclada de dolor y de admiración. Sentía grandísima alegría ante el gracioso aspecto de Cristo, que se le aparecía con tanta familiaridad y que le miraba tan amorosamente; pero, por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimentaba desmedido dolor de compasión. Luego, no cabía de admiración ante una visión tan estupenda e insólita, pues sabía muy bien que la debilidad de la pasión no dice bien con la inmortalidad de un espíritu seráfico. Absorto en esta admiración, le reveló el que se le aparecía que, por disposición divina, le era mostrada la visión en aquella forma para que entendiese que no por martirio corporal, sino por incendio espiritual, había de quedar él totalmente transformado en expresa semejanza de Cristo crucificado (4).
Durante esta admirable aparición parecía que todo el monte Alverna estuviera ardiendo entre llamas resplandecientes, que iluminaban todos los montes y los valles del contorno como si el sol brillara sobre la tierra. Así, los pastores que velaban en aquella comarca, al ver el monte en llamas y semejante resplandor en torno, tuvieron muchísimo miedo, como ellos lo refirieron después a los hermanos, y afirmaban que aquella llama había permanecido sobre el monte Alverna una hora o más. Asimismo, al resplandor de esa luz, que penetraba por las ventanas de las casas de la comarca, algunos arrieros que iban a la Romaña se levantaron, creyendo que ya había salido el sol, ensillaron y cargaron sus bestias, y, cuando ya iban de camino, vieron que desaparecía dicha luz y nacía el sol natural.
En esa aparición seráfica, Cristo, que era quien se aparecía, habló a San Francisco de ciertas cosas secretas y sublimes, que San Francisco jamás quiso manifestar a nadie en vida, pero después de su muerte las reveló, como se verá más adelante. Y las palabras fueron éstas:
-- ¿Sabes tú -dijo Cristo- lo que yo he hecho? Te he hecho el don de las llagas, que son las señales de mi pasión, para que tú seas mi portaestandarte (5). Y así como yo el día de mi muerte bajé al limbo y saqué de él a todas las almas que encontré allí en virtud de estas mis llagas, de la misma manera te concedo que cada año, el día de tu muerte, vayas al purgatorio y saques de él, por la virtud de tus llagas, a todas las almas que encuentres allí de tus tres Ordenes, o sea, de los menores, de las monjas y de los continentes (6), y también las de otros que hayan sido muy devotos tuyos, y las lleves a la gloria del paraíso, a fin de que seas conforme a mí en la muerte como lo has sido en la vida.
Cuando desapareció esta visión admirable, después de largo espacio de tiempo y de secreto coloquio, dejó en el corazón de San Francisco un ardor desbordante y una llama de amor divino, y en su carne, la maravillosa imagen y huella de la pasión de Cristo. Porque al punto comenzaron a aparecer en las manos y en los pies de San Francisco las señales de los clavos, de la misma manera que él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado, que se le apareció bajo la figura de un serafín. Sus manos y sus pies aparecían, en efecto, clavados en la mitad con clavos, cuyas cabezas, sobresaliendo de la piel, se hallaban en las palmas de las manos y en los empeines de los pies, y cuyas puntas asomaban en el dorso de las manos y en las plantas de los pies, retorcidas y remachadas de tal forma, que por debajo del remache, que sobresalía todo de la carne, se hubiera podido introducir fácilmente el dedo de la mano, como en un anillo. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras.
Asimismo, en el costado derecho aparecía una herida de lanza, sin cicatrizar, roja y ensangrentada, que más tarde echaba con frecuencia sangre del santo pecho de San Francisco, ensangrentándole la túnica y los calzones. Lo advirtieron los compañeros antes de saberlo de él mismo, observando cómo no descubría las manos ni los pies y que no podía asentar en tierra las plantas de los pies, y cuando, al lavarle la túnica y los calzones, los hallaban ensangrentados; llegaron, pues, a convencerse de que en las manos, en los pies y en el costado llevaba claramente impresa la imagen y la semejanza de Cristo crucificado.
Y por mucho que él anduviera cuidadoso de ocultar y disimular esas llagas gloriosas, tan patentemente impresas en su carne, viendo, por otra parte, que con dificultad podía encubrirlas a los compañeros sus familiares, mas temiendo publicar los secretos de Dios, estuvo muy perplejo sobre si debía manifestar o no la visión seráfica y la impresión de las llagas. Por fin, acosado por la conciencia, llamó junto a sí a algunos hermanos de más confianza, les propuso la duda en términos generales, sin mencionar el hecho, y les pidió su consejo. Entre ellos había uno de gran santidad, de nombre hermano Iluminado (7); éste, verdaderamente iluminado por Dios, sospechando que San Francisco debía de haber visto cosas maravillosas, le respondió:
-- Hermano Francisco, debes saber que, si Dios te muestra alguna vez sus sagrados secretos, no es para ti sólo, sino también para los demás; tienes, pues, motivo para temer que, si tienes oculto lo que Dios te ha manifestado para utilidad de los demás, te hagas merecedor de reprensión.
Entonces, San Francisco, movido por estas palabras, les refirió, con grandísima repugnancia, la sobredicha visión punto por punto, añadiendo que Cristo durante la aparición le había dicho ciertas cosas que él no manifestaría jamás mientras viviera (8).
Si bien aquellas llagas santísimas, por haberle sido impresas por Cristo, eran causa de grandísima alegría para su corazón, con todo le producían dolores intolerables en su carne y en los sentidos corporales. Por ello, forzado de la necesidad, escogió al hermano León, el más sencillo y el más puro de todos, para confiarle su secreto; a él le dejaba ver y tocar sus santas llagas y vendárselas con lienzos para calmar el dolor y recoger la sangre que brotaba y corría de ellas. Cuando estaba enfermo, se dejaba cambiar con frecuencia las vendas, aun cada día, excepto desde la tarde del jueves hasta la mañana del sábado, porque no quería que le fuese mitigado con ningún remedio humano ni medicina el dolor de la pasión de Cristo que llevaba en su cuerpo durante todo ese tiempo en que nuestro Señor Jesucristo había sido, por nosotros, preso, crucificado, muerto y sepultado. Sucedió alguna vez que, cuando el hermano León le cambiaba la venda de la llaga del costado, San Francisco, por la violencia del dolor al despegarse el lienzo ensangrentado, puso la mano en el pecho del hermano León; al contacto de aquellas manos sagradas, el hermano León sintió tal dulzura, que faltó poco para que cayera en tierra desvanecido.
Finalmente, por lo que hace a esta tercera consideración, cuando terminó San Francisco la cuaresma de San Miguel Arcángel, se dispuso, por divina inspiración, a regresar a Santa María de los Ángeles. Llamó, pues, a los hermanos Maseo y Ángel y, después de muchas palabras y santas enseñanzas, les recomendó aquel monte santo con todo el encarecimiento que pudo, diciéndoles que le convenía volver, juntamente con el hermano León, a Santa María de los Ángeles. Dicho esto, se despidió de ellos, los bendijo en nombre de Jesucristo crucificado y, condescendiendo con sus ruegos, les tendió sus santísimas manos, adornadas de las gloriosas llagas, para que las vieran, tocaran y besaran. Dejándolos así consolados, se despidió de ellos y emprendió el descenso de la montaña santa (9).
En alabanza de Cristo. Amén.

Canto "Los Magos"

Los Magos Autor: José Antonio Olivar / Carlos Montero Disco: Villancicos en Belén https://soundcloud.com/hna-maria-inmaculada-osc/los-magos ...